sábado, 1 de marzo de 2008

CADA VEZ MAS CHICOS USAN ARMAS...





INFORME ESPECIAL / TERCERA NOTA: LA INSEGURIDAD QUE VIVEN LOS DE ADENTRO Y LOS DE AFUERALa pesadilla de Villa Itatí: los chicos usan armas y drogasLa violencia parece incontrolable y domina el pulso cotidiano
Hay robos, se paga peaje y las discusiones terminan muchas veces a los tiros
La gente dice que desde que llegó la droga no hay códigos que se respeten
Por ALBA PIOTTO. De la Redacción de ClarínEl tiro se escuchó seco. Pac. Después, silencio y los perros que ladraron. Dicen que Pikachú vio el caño del revólver apuntándole y ensayó una súplica: "No tirés boludo, no tirés". No le sirvió. Cayó fulminado por el balazo. Fue el primer sábado de abril. Tenía 20 años y había estado en el patio de tierra de una casa de la villa, en una fiesta. Entre cerveza y cerveza, al ritmo de una cumbia, Pikachú quiso conquistar a una chica. Enseguida supo que tenía otro pretendiente. Y ninguno cedió.La pelea siguió en los pasillos. Cuando llegaron a la calle Misiones, donde el recodo desemboca en la casa del muchacho, todo terminó con un balazo. Dicen que el que disparó era un pariente, unos años más grande que él. Que llevaba "un 22" encima. Pac."Acá ya sabés cómo son las cosas: si empezás algo, lo tenés que terminar. Así que a veces es preferible quedarse callado", dice Osvaldo. Y enuncia la regla número uno en los códigos de la villa. Osvaldo está parado en el lugar de donde se llevaron el cadáver del muchacho. Pero ya no hay rastros. Sólo queda el boca a boca que repite la historia, con más o menos agregados. Pero coincidentes en lo esencial. Un soplido de polvo reseco atraviesa la calle de tierra. Osvaldo cruza los brazos sobre la panza que domina toda su figura y sigue: "Tampoco vas a quedar como un tonto. Si le dicen algo a alguien que está conmigo, me callo la boca. Pero después vuelvo y arreglo las cosas yo solo, mano a mano". Esa es la regla número dos.Dicho así, las cosas en la villa parecen dirimirse según la Ley del Talión. El ojo por ojo. El que las hace las paga. Y al parecer no importa de qué se trate. Puede ser una chica, una mirada, un partido de fútbol, una apuesta, una cerveza de más. La violencia es un estado dominante en la villa. Es violento su paisaje, el temblor de las chapas amenazando con caerse, el olor agrio de la humedad eterna de las paredes, la estrechez de los pasillos, su paso restringido. Y es violento también su pulso cotidiano, la dureza de sus códigos, el silencio de las tres de la tarde, las miradas que se cruzan, los testigos enmudecidos.Y eso, los habitantes de la villa lo perciben como uno de los problemas más graves. La gente asegura que los viejos códigos que sostenían las relaciones internas cambiaron. Que la droga, primero, los robos y las armas después socavaron aquella ley no escrita que dice: "Al barrio y a su gente hay que respetarlos". Hoy no. La villa se volvió insegura tanto para el de afuera como para el de adentro. Las ambulancias esperan a los enfermos afuera. Los que arreglan líneas telefónicas no entran. El cartero tampoco. Los repartidores menos. Para sortear esa frontera es necesario hacerlo con alguien que viva en la villa. Y aun así nadie garantiza nada.Isabel no tiene dudas. Dice que la culpa de todo la tiene la droga. Se nota que la mujer, de unos 50 años, gasta un tiempo en arreglarse. Se muestra elegante, peinada de peluquería, maquillada. Dirá que se siente "villera" porque se crió en la villa. Pero que eso no le impide querer progresar y verse bien. Y lo logra. A Isabel los problemas internos del lugar la afectan personalmente. Tiene cinco hijos creciendo ahí y su mayor temor es que a alguno lo atrape el destino que se repite en otros chicos. Isabel sabe de qué habla. Tiene a su cargo un comedor infantil donde todas las tardes unos sesenta pibes toman su merienda y hacen los deberes. Algunos dieron el salto al vacío. "Es doloroso cuando ves que aquel nenito que venía a tomar la leche acá, ahora está robando en la esquina", cuenta Isabel, que también "sabe" que tiene que hacer silencio. Todavía recuerda las amenazas recibidas cuando ensayó una protesta en contra de la venta de drogas en la villa. "Te callás o te quemamos todo", fue el mensaje. Cara a cara.Para los habitantes de Villa Itatí ese "polvito blanco", la cocaína, fue el que impuso las reglas, pasillos adentro: No ver, no hablar, no meterse. Los que quisieron desafiarlas no pudieron. Cuentan que no hace mucho hubo una reunión con la Policía de la zona para pedir que cerraran "los quiosquitos" que se habían instalado en la villa. Y donde no se venden precisamente golosinas. Lugares secretos que todos conocen. Atendidos por gente anónima pero conocida de la que nadie quiere dar nombres. La cruzada no tuvo éxito y fue bastante confusa. Dicen que esa vez la Policía pidió que denunciaran con nombre y apellido a quienes traficaban dentro de la villa. Pero la fuerza de los códigos pudieron más. Y nadie abrió la boca. "A mí me olió mal. Ellos saben quiénes son y dónde están. Creo que querían que pisáramos el palito", sospecha una mujer que participó de la reunión. Y si hay algo que en la villa no se perdona es "ser buchón", revelar hacia afuera las cosas que pasan adentro. Por mínimas que sean."Pero ¿quién para esto? Si acá la droga se vende como caramelo", pregunta y responde una mujer en el comedor de Isabel. Un hilo de sudor recorre brilloso, lento, por su cara redonda, mientras ella pedalea en una máquina de coser tipo Singer. Remienda y recicla ropa para ganarse unos pesos. El recurso también sirve cuando las ayudas no llegan y se necesita juntar un poco de plata para comprar la comida de los chicos. "Acá se mataron pibes y otros están presos. Eso es lo que hace la droga", se queja sin levantar la vista de la costura, ni dejar de pedalear. Como si ese pedaleo conjurara un destino posible.La preocupación no es sólo de ella. En la defensoría legal que funciona gratis en la villa la mayoría de las consultas son de madres con hijos que empezaron drogándose, terminaron robando y ahora están presos. Secuencia que puede empezar muy pronto, demasiado: apenas se deja atrás la salita celeste del jardín. Muchas veces, ya a los 6 años la calle comienza a suplir las aulas de la escuela. Y es el ámbito donde enseguida se descubre el olor del pegamento. El mote de "bolseritos" los describe crudamente. Andan con una bolsita llena de "poxi" pegada a la nariz a cualquier hora del día. Y no hace falta meterse en ningún terreno secreto de la villa. Se los puede ver al costado del Acceso Sudeste, deambulando o sentados en el cordón tosiendo, moqueando, con los ojos llorosos, eufóricos, irritables. Sin sentir el frío o el calor. Impredecibles, temblorosos. Sin niñez.Son el primer eslabón de una cadena amarrada en los laberintos de la villa. Y con pasmosa viveza, los chicos más grandes saben sacar su provecho. Juntan plata entre varios, compran un tarro de pegamento, lo fraccionan y se los venden a los más chicos. La medida justa es una cuchara de madera. Cada cucharada cuesta entre 0,50 y 1 peso. Y con lo que recaudan, a su vez, se compran marihuana, más pegamento o algún "papelito" de cocaína. Todo, sin salir de la villa.Y la gente parece familiarizada con ciertos términos y olores. "Yo no sabía qué tenían esos cigarrillitos, los porros que le dicen", empieza a contar una abuela, a la que el tiempo y los huesos le arquearon las piernas. "Pensaba ''qué raro ese tabaco, el olor que tiene''. Me dijeron que era la marihuana. Ya me acostumbré al olorcito y hasta me gusta porque es dulzón". Y se ríe apretando los labios. Fue la misma abuela que una vez casi se desmaya cuando, por curiosa, quiso saber cómo era ese pegamento que tanto olían los chicos y metió la nariz en una bolsita.Roberto cuenta las moneditas en la palma callosa de su mano. Y separa dos pesos. Uno lo pone en un bolsillo del pantalón. La otra moneda va a parar al otro bolsillo. Un peso. Ese es el filo entre la calma y el sudor del miedo. Un peso es lo que piden los bolseritos por las calles de Bernal o limpiando parabrisas en alguna esquina de Quilmes. Es el valor del peaje que se cobra en los pasillos de la villa. Y puede ser el precio de matar o morir, según la reacción del momento. Roberto lo sabe. Por eso, todos los días sale con esas dos monedas en sus bolsillos: "Una para el viaje, otra por si me piden".Roberto tiene cuarenta años, todos vividos en la villa. Sus rasgos son amables, sus gestos pausados. Cada día, Roberto se junta en grupo con quienes salen a trabajar a la misma hora y sortean juntos los pasillos hasta la parada del colectivo. Se protegen de los robos y del peaje. Roberto se lamenta porque la villa se volvió hostil para su propios habitantes.La gente de Itatí le puso nombre a la pesadilla cotidiana: "moqueritos". Porque son los que "se mandan los mocos, los que hacen bardo". Pibes de entre 13 y 21 años, temidos porque andan armados. Y porque apoyados en el código del silencio de la villa, rompieron la regla de no meterse con la gente del barrio. Ellos se meten. Le roban a su vecino. Lo dejan pasar de un lado a otro a cambio de una moneda. Huidizos, desconfiados con los extraños y con los propios. Para alguien de afuera es difícil distinguir un moquerito de otro pibe de la villa. Pero el moquerito tendrá un arma entre su ropa, casi siempre deportiva. Se mostrará amenazante al menor descuido. Y eso lo hace diferente."Los más grandecitos respetan el barrio y van a ''trabajar'' (robar) afuera", cuenta alguien que conoce bien las sombras que se mueven por los pasillos. Y ahonda: "Si los más chicos se mandan una macana, los más grandes les explican que en el barrio no se afana. Pero no hacen caso". Surgen de golpe, espontáneamente. Nadie los llama, nadie los dirige. Todo es tan simple como juntarse y salir a robar. Y no les fue difícil conseguir el arma que llevan, para matar o morir. El "reduche" (reducidor) de la villa las alquila o las vende. Y a él no le importa si va a manos de un nene o de un hombre. "Aquí nadie va a pedir documentos", ironiza uno que sabe. Y pide anonimato antes de explicar el negocio. "Por una 9 (milímetros) o una tiqui taca (escopeta) se está cobrando entre 50 o 100 pesos", cuenta. Y explica, pedagógico, que la tarifa depende del "trabajito" (robo) donde se usen esas armas. Como ejemplo, nombra algunos golpes a bancos del conurbano.Es para impresionar al neófito. Los precios para la venta son mayores: "Habría que calcular unos 200, 250 mangos las pistolas. Y de unos 300 por una escopeta recortada".Para sacar las armas de la villa se usa a los pibes. Se sabe que quienes las van a usar no van a buscarlas personalmente. El reducidor se las da a los chicos, los chicos las esconden en la mochila del colegio o en los botineros, y las llevan al lugar convenido. Así se ganan unos pesos. Y no corren riesgos, porque si los agarra la Policía como son menores no van presos.Pero nadie ve. Nadie habla. Nadie se mete. Acaso nadie tampoco pueda medir la tensión de esos silencios. Irremediablemente cómplices. Y amordazados.